lunes, 16 de noviembre de 2009

Mirabeau o el Político - José Ortega y Gasset

MIRABEAU O EL POLÍTICO[1]

Yo había leído este librito de Herbert Van Leisen, titulado Mirabeau y la política real, con prólogo de Jacques Bainville, esperando alguna nueva claridad sobre el magnifico provenzal[2]. Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco, y pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario. Es la única manera de complementarnos un poco. Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo de político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es qué esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo—son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?
Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente de constitución rígida e inexorable. Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha gracia. En definitiva: el «idealismo» vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. Sería admirable que, para confusión de los «idealistas», aun de los mayores, de Platón o de Kant, un irónico taumaturgo dejase por unas horas reducido el universo a lo que éste sería según su esquemático programa.
El «ideal» al uso es menos, y no más, que la realidad. Así, el atributo de buena persona que imponemos al político ideal es muy fácil de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político no podríamos jamás extraerlo de nuestra minerva, sino que necesitamos humildemente esperar a que la Naturaleza tenga a bien inventarlo ella, magníficamente, y que resuelva a parir un titán como Mirabeau. Una vez que está ahí, por obra y gracia de las potencias cósmicas, nosotros, ingratos y petulantes, nos apresuramos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente burgués. La humanidad es como la mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.El librito del señor Van Leisen está muy lejos de aclararnos punto alguno de importancia sobre Mirabeau. Pertenece a una clase de emanaciones impresas que cada día son más frecuentes, por mala ventura, en las letras de Francia. Son obras maniáticas, de angosto horizonte, que ni siquiera aspiran a la agudeza intelectual. Así, el señor Van Leisen, discípulo de Maurras, se propone, con el beneplácito de Bainville, no más que demostrar la identidad radical entre la política de Mirabeau y la de Luis XIV y Luis XV. Este es el propósito; pero claro es que no hay ni la apariencia del logro.

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[1] Primera edición: Tríptico, I: Mirabeau o el Político, Revista de Occidente, Madrid, 1927.
[2] Herbert Van Leisen: Mirabeau et la politique royale. Grasset, 1926.

La política de Mirabeau no tiene oscuridad alguna. Como los hechos de todo un siglo se encargaron de comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo en el mundo tiene derecho a causar sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierte en un hombre público, improvise, cabe decir que en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX (la Monarquía constitucional); y esto no vagamente y como en germen, sino íntegramente y en su detalle: crea no sólo los principios , sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático según el rito del Continente. En un instante, ve en todo su futuro desarrollo la nueva política, y ve más allá aún: ve sus límites, sus vicios, sus degeneraciones y hasta los medios de desacreditarla, que han sido en efecto, lo que siglo y medio más tarde la han traído al desprestigio. Quien quiera convencerse de que este hecho portentoso ha acaecido y no es una fantasía ni un inexacto encarecimiento, lea cualquier libro sobre Mirabeau[3] —menos el del señor Van Leisen, que, a decir verdad, no pretende tampoco estudiar su fisonomía histórica.
Pero el pensamiento político es sólo una dimensión de la política. La otra es la actuación. Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública: la oratoria romántica, la magnifica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres haciendo tormentas e imponiendo calmas. El efecto de su primer discurso fue electrizante. Un testigo de la sesión —el reflexivo Dumont, nos lo dice: «En el tumultuoso preludio de las Comunas no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad: fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos. » Su estatura enorme, su cabeza de gigante y la cabellera ampulosa, que la aumentaba, le daban un aire de león.
Se dirá que todo eso—oratoria y pelambre y leonismo—es retórica. Ya es bastante que fuera retórica. Pero demos que sólo sea eso. No es retórica, en cambio, su valor personal y de la especie propia al político, que es el valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si entera la Asamblea Nacional se levanta contra él, Mirabeau no se inmuta, no pierde un quilate de serenidad; al contrario: su mente se aguza, penetra mejor la situación, la hace transparente, la disocia en sus elementos y pasa gentil al otro lado, llevando a rastra, domesticada, aquella misma Asamblea unos minutos antes tas arisca y tan fiera. (A esto llamaba él déterminer le troupeau.). Del león, pues, tendría la retórica y la melena; pero también el coraje, la serenidad y la garra. (Este león decía en un discurso al chacal Robespierre: «Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios»)Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causa de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho. Mirabeau lo percibe con toda evidencia y quisiera convencer de ello al rey mediante el ministro Montmorin. Por eso escribe a éste: «Francia no se ha sentido nunca más fuerte ni más saludable, intrínsecamente hablando; jamás ha estado tan cerca de desarrollar toda su estatura. El único mal que hay es el muy pasajero inconveniente de una Administración poco sistemática y el miedo ridículo de recurrir a la nación para constituir la nación.»
Mirabeau no se apea de esto. Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma, y todo lo demás eran zarandajas. Los expedientes y arbitrismos que se proponían a Luis XVI en forma de despotismos ilustrados o sin ilustrar, tiranías, dictaduras, le parecían puras superfluidades; peor: le parecían caminos funestos. Con la visión profética que abunda en sus locuciones, dijo a los palaciegos: «Así se conduce un rey al patíbulo.»
No se comprende que mente tan sagaz confiase que el rey habría de reconocer la situación. La clave está acaso en que Mirabeau, de espíritu liberal y democrático, era de alma y de raza un noble. Ahora bien: el noble, por muy inteligente que sea, por muy libre de prejuicios que se imagine, suele padecer un fatal misticismo palatino.
Sin embargo, en aquel estadio histórico no había más que una posibilidad seria: la Monarquía constitucional. Mirabeau fue el único que vio esto sin vacilaciones. Los demás, o eran demasiado monárquicos, o demasiado constitucionales. Descartados aquéllos por la violencia popular, fueron éstos—los archirrevolucionarios, los radicales—quienes hicieron fracasar la revolución. Pues no debe olvidarse que la Revolución Francesa—uno de los trozos más animados de la historia universal—fue un completo fracaso. Los principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración. Fracasó porque en la Asamblea Nacional no había más que un político auténtico que, además, desapareció en 1791. Mirabeau sentía sumo desdén por aquellos colegas definidores, geómetras del Estado, que tenían la cabeza llena de fórmulas luminosas, que los ofuscaban en el trato con las cosas. De ellos decía: «Yo no he adoptado jamás ni su novela ni su metafísica ni sus crímenes inútiles.»
Dotado de una capacidad de trabajo fabulosa, Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.
Como siempre es delicioso contemplar la perfección, conmueve leer la historia de estos primeros tiempos revolucionarios, de esta primera etapa en la vida de la Asamblea, porque se ve a un hombre que posee el genio de su oficio henchir sobradamente el perfil de éste, moverse elástico y triunfante, rebosar toda circunstancia. La Asamblea se veía forzada a tomar medidas que la defendieran del poder sugestivo que sobre ella misma ejercía este único varón. Su muerte fue declarada desdicha nacional y su enorme cadáver inauguró el Panteón de Grandes Hombres.
Pero he aquí que después fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Mirabeau, que era cuanto acabo de decir, era además un hombre inverecundo. En seguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea y propuso que los restos de Mirabeau fuesen extraídos del Panteón, «considerando que no hay grande hombre sin virtud». ¡La gran frase!
Ella nos plantea la cuestión. Porque la historia de Mirabeau recuerda gravemente la de César y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos. Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalles de su fisiología.
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[3]
No conozco ningún buen libro sobre Mirabeau. Sospecho que no existe. Pero basta, para congirmar lo que digo, la biografía de Louis Barthou en la colección de Hachette Figuras du passé, 1913, que resume y completa las de Lomenie y Stern.


II
«Considerando que no hay grande hombre sin virtud», dijo Joseph Chénier para denigrar la memoria de Mirabeau. Se comprende que todo el mundo le hiciese caso, porque había dicho una «frase», y durante mucho tiempo el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno[4].

Yo pongo ahora al lector que cargue un rato su atención sobre esa «frase» y procure analizar con cautela su sentido. Chénier se refiere al grande hombre político; de suerte que al oír lo leer la primera parte del juicio por él formulado, si queremos llenar de significación las palabras «grande hombre», nuestra mente se orienta hacia realidades como César o Mirabeau. Avanzan entonces hacia nosotros, como heroicos fantasmas, las ciclópeas calidades de estos hombres o sus congéneres. Vemos su inagotable energía, la tensión constante de su esfuerzo, la fertilidad y monumentalidad de sus proyectos, la rapidez, la eficacia con que los ejecutan, la previsión genial de los acontecimientos, la entereza y serenidad con que acogen los peligros, el garbo triunfal de su actitud en todas las circunstancias. Si en algún momento, pro descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el «sí mismo» el «yo» de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.
Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado estas dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significan nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas; vivir es para uno y otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzche distingue entre «moral de los señores» y «moral de los esclavos» da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.La perspectiva moral del pusilánime, certera cuando trata de juzgar a sus congéneres, es injusta cuando se aplica a los magnánimos. Y es injusta sencillamente porque es falsa, porque parte de datos erróneos, porque al pusilánime le suele faltar la intuición inmediata de lo que pasa dentro del alma grande. Así es la cuestión que ahora tangenteamos. El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión; vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros —sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible—ineludible como el parto. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán rigoroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior «destino», forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos—el placer y el dolor. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra le lleva a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Cómo si entre el deseo de fama, riqueza, delicias y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o ideal de ser «famoso pintor». Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel—«ser famoso pintor»—, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores.
¿No es cómico que se califique a César de ambicioso? ¡Hay que ver! ¡César pretendía nada menos que ser un César, y Napoleón tuvo la avilantez de aspirar durante toda su vida al puesto ilustre de Napoleón! Este gracioso contrasentido resulta siempre que se considere la vida del grande hombre, u hombre de obras, bajo la perspectiva moral y según los datos psicológicos del hombre menor, sin destino de creación.
Pero la verdad es muy diferente: la previsión de placeres y honores tuvo sobre el alma de César tan poca influencia como, viceversa, la evitación de dolores. Así como el deseo de eludir sufrimientos no le apartó de su obra, tampoco le movió a ella la esperanza de delicias. Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas—para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.
La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al gran hombre, porque su «yo» está lleno hasta los bordes con «lo otro»: su ego es un alter—la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.
La «frase» de Chénier, en su segunda parte, habla de virtudes. Pero éstas nos son esas cualidades que hemos descubierto en César o Mirabeau—no son las virtudes o virtualidades del grande hombre. Son, por el contrario, las maneras normales de comportarse los pequeños hombres, las almas chicas. Chénier exige a Mirabeau que sea Mirabeau y además que sea el señor Duval, uno de los varios millones de señores Duval que componían la mediocridad de Francia o de cualquier otro pueblo en cualquiera otra época. Porque, en efecto, estos millones de hombres son virtuosos: no estafan, no mienten, no estupran. Todo su valer se reduce a no hacer ninguna de esas cosas, en efecto, inmorales.
Conste, pues, que no me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. Chénier no quiere reconocer el valor substantivo de éstas cuando faltas aquéllas, y esto es lo que me parece una inmoral parcialidad a favor de lo pequeño. Pues no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión donde quiera que haya subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau. Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.
En vez de censurar al grande hombre porque le faltan las virtudes menores y padece menudos vicios, en vez de decir que «no hay grande hombre sin virtud», en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar sobre el hecho, casi universal, de que «no hay grande hombre con virtud»; se entiende con pequeña virtud. Esto es lo que, en una u otra propensión, pero con escandalosa insistencia, nos muestra la historia. Y en lugar de evadirnos por la dimensión vana de una «frase», debemos hincar ahí el bisturí del análisis. El pensamiento no nos ha sido dado para eludir los problemas, los agudos problemas bicornes, sino al contrario: para citarlos a cuerpo limpio y mancornarlos.
Es posible que el régimen de magnanimidad—sobre todo en el hombre público—incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios. Esto es lo que puede verse con claridad en el caso de Mirabeau.
Es preciso ir educando a España para la óptica de magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad.Veamos, veamos un poco más de cerca a Mirabeau, por lo mismo que es de nuestro problema un caso extremo: el más inmoral de los grandes hombres.
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[4]
La cuestión de las «frases» es más delicada e importante de lo que a primera parece. Quede ahora sin tocar; pero remito al lector al ensayo Fraseología y sinceridad, publicado en el tomo V de El Espectador [aparecido en esta colección].

III

Veamos, veamos qué fue, como máquina psicofísica, como aparato vital este Mirabeau. Con tal fin voy a enumerar lacónicamente los hechos principales de su vida, subrayando, sobre todo, los que han motivado la fama de inmoral.
Nace en Provenza en 1790. Por ambas alas familiares, numerosos dementes. Sobre todo, los Mirabeau venían siendo, de muchas generaciones atrás, unos frenéticos. Loa Mirabeau podían denominarse los Karamazof gascones. El padre de nuestro héroe, hablando de su familia, la llamará «tempestiva raza». En 1767, el marqués de Mirabeau—economista, publicista, «amigo de los hombres», absurdo, inquieto—envía su hijo, el pequeño gigante Gabriel, a un regimiento. Gabriel reúne dieciocho años. Apenas llega, tiene una formidable cuestión con el coronel. Su padre pide una orden de prisión y este diabólico arcángel Gabriel entra por primera vez a la cárcel. Poco después es libertado. Retorna a casa. Es un vendaval de actividad. Estudia la tierra de Mirabeau, dibuja planos contra las inundaciones; trabaja, toma nota sobre el estado de los cultivos entre los campesinos, que le adoran. Su padre le llama Monsieur le Comte de Bourrasque. Su padre le detesta y él a su padre. Marqués y marquesa riñen y se separan. Comienza entre ellos un pleito de intereses. Incitado por su padre, Gabriel ataca a su madre violentamente.
El viejo economista quiere organizar en sus tierras y confinantes una oficina de prudomía para que los campesinos diriman entre sí sus querellas. Gabriel logra esa organización, que parecía imposible. Va, viene, insinúa, aplaca, armoniza, convence. Entre tanto, pobre, hace deudas.
Se casa en 1772. Crecen las deudas. Descubre un desliz de su mujer. La perdona. Apretado por los acreedores, tiene que entrar nuevamente en prisión. Sale de ella en 8 de junior de 1774. El 21 de agosto insultan a su hermana y él se bate para ampararla con lo cual el 20 de septiembre vuelve a la cárcel, en el castillo de If, donde son enviadas órdenes de extremado rigor en el tratamiento. Su mujer no le quiere acompañar, y Mirabeau, desde el castillo, riñe con su mujer. Conquista la benevolencia del gobernador, monsieur d’Allegre, y se hace dueño de la situación. También se hace dueño de la única mujer que hay en el castillo: la mujer del cantinero.
Es trasladado al castillo de Foux bajo órdenes no menos severas. No se le permiten libros ni nada. Conquista al gobernador, M. de Maurin, y probablemente a su mujer. Consigue libro. Lee frenéticamente, toma notas, compone memorias; por ejemplo: sobre las Salinas del Franco-Condado, que es el problema más inmediato al sitio donde se encuentra. Monsieur de Maurin corteja a una dama: Sofía de Monnier. La invita a comer, juntamente con su detenido. Sofía se enamora del detenido. Mirabeau entra y sale a su antojo. Publica en Neuchâtel el Ensayo sobre el despotismo—un libro farragoso. Para publicarlo contrae nueva deuda con el librero. El gobernador, ofendido como rival y comprometido por la publicidad que la deuda da a las salidas de Mirabeau, escribe a este que se reintegre a la prisión. Mirabeau, lejos de recluirse, contesta insultando al gobernador. Pasa la frontera suiza y se detiene en Verrières. ¿Qué hace con Sofía? Sofía está locamente enamorada de él. Los dejará todo por su amante. Usa una de las primeras divisas románticas: «Gabriel o morir.» ¿Qué hacer con Sofía, sin medios económicos ningunos, este hombre que iba formando sobre sus hombros un universo de deudas? Su hermana y su sobrina—de veintitrés años—van a su encuentro. De paso, Mirabeau no dejará de seducir a su sobrina. Mirabeau dirá de sí mismo que es un «atleta del amor». ¿Qué hacer con Sofía, a quien, efectivamente, ama? Comprende que raptarla es una locura capaz de hacer ya insoluble su apurada situación. No obstante, llama a Sofía. Es aceptar el compromiso de volver a empezar la vida. La familia de Sofía cae sobre él: nuevos procesos. Se le acusará de haber raptado a Sofía para apropiarse sus dineros. Y, en efecto, Sofía quisiera llevar a algún dinero. Esto es un hecho que sus cartas prueban.
Perfectamente. Pero es un hecho también que ambos amantes huyen sin un ochavo y recalan en Ámsterdam. Mirabeau se pone a traducir para ganar algo. Ha aprendido él sólo inglés y cuatro o cinco idiomas más. Trabaja fieramente desde las seis de la mañana. Entre tanto le persiguen el Poder público, su padre, la familia de su amante. Lleva sobre sí un enjambre de procesos. Pero él, mientras atiende a éstos y traduce y ama, cultiva la música y escribe un ensayo estético sobre este arte melifluo, un ensayo que está muy bien de fondo y mejor de título: El lector pondrá el título. Este es título. Parece de hoy.
Como antes había atacado a su madre, escribirá ahora una memoria contra su padre, que no cesa de perseguirle. La consecuencia de todo ello es una demanda de extradición. Se envía contra él para darle caza un feroz policía: Bruquières, que, en efecto, detiene a la pareja para hacerse a poco su más fiel y leal servidor. Mirabeau ha conquistado al policía.
Mas, por lo pronto, tiene que ingresar en el castillo de Vincennes, una de las altas prisiones de Francia. Mirabeau asciende a su categoría de perpetuo encarcelado. Cada vez su prisión es más prisión, de más rango, de más cadenas.
Esta vez la reclusión va a durar de 1777 a 1780. Tres años «en un calabozo de diez pies de ancho».¿Qué hará ahí esa magnífica fiera? Sin duda, hozar con alma de gran felino. Por lo pronto, se las arreglará para escribir a Sofía carta sobre carta. Este epistolario se publicó después con enorme escándalo. Porque en el calabozo de diez pies, contraída la sensualidad gigantesca de su temperamento, se escapará por la dimensión literaria. En las cartas a Sofía vierte materias de toda índole: ensayos oratorios y líricos, consideraciones morales, efusiones sinceras, pornografía y hasta trozos de libros y revistas que da como suyos. Empieza una carta:«Escucha, amiga mía, voy a verter en el tuyo mi corazón», y lo que vierte, en realidad, es un artículo ajeno del Mercurio de Francia[5] . me interesa mucho subrayar este dato.En este tiempo componer una memoria, mansamente dirigida a su padre, defendiéndose. Además, compone cuentos, diálogo, tragedias; traduce a Tácito, Tíbulo, Boccaccio; escribe para Sofía un estudio sobre la inoculación y una gramática, estudia el islamismo y el Korán; comienza una historia de los Países Bajos. Además escribe libros pornográficos. ¿Nada más? No; todavía más. Entre los prisioneros está un señor Baudoin de Guémadeuc, que tiene una amante, la señorita Julia, a quien Mirabeau no ha visto ni verá jamás. No obstante, entabla con ella una larga correspondencia, llena de gracia, de amenidad y de mentiras. Se presenta como persona de grande influencia en la Corte. La señorita Julia no tenía importancia alguna. ¿A qué, pues, esta farsa y el esfuerzo que supone? Subraye también este hecho al curioso lector.
Entre los libro compuestos por Vincennes hay uno cuya publicidad tuvo enorme resonancia; sus estudios Des letters de cachets et des prisons d’Etat. Prisionero Mirabeau, quiere organizar seriamente las prisiones en general y reformar las instituciones. La política de la Asamblea está anticipada en este ensayo. Entre tanto, feroces cólicos nefríticos.
«Desnudo como un gusano» sale Mirabeau del calabozo en 1780. Está en los treinta años. ¿Por qué no descansar un poco? ¿Descansar? Le esperan a la puerta, como prevenidos lobos, los dos procesos más graves. Uno, provocado por el marido de Sofía Monier; otro, por sus suegros. En las actuaciones, que fueron públicas, se agolpaba la muchedumbre. Es aventado a los cuatro puntos cardinales todo su pretérito. No hay que decir el escándalo producido en toda Francia por esta vida turbulenta, a que las Justicia—siempre un poco pedante—se encarga de dar notoriedad oficial.
Mirabeau ha conseguido la fama a fuerza de insensateces; una fama negativa, lastrada de pecados capitales. Es una ascensión a la inversa.
Sí; pero llega, en el proceso, el momento en que se concede la palabra al acusado. Y da la casualidad de que el acusado es Mirabeau. Y da la casualidad de que el acusado tiene una pequeña substancia mágica que nombramos con un vocablo tonto, pueril, propio para la terminología de los cuentos de niños; tiene… genio. Y hace un discurso judicial, una cosa que nunca había hecho. Y ese discurso es una creación perfecta, y jueces, testigos y público oyen lo que no habían oído nunca: la palabra, nada, un poco de aire estremecido que, desde la madrugada confusa del Génesis tiene poder de creación. De modo que, en un instante, aquellas circunstancias desastrosas son transmutadas en un triunfo. La ascensión negativa cambia de signo, se hace positiva, y la fama adversa, con todo su lastre de fango, se convierte en gloria. Estamos en 1783.
La gloria, pero no el dinero. La gloria, como sus fenómenos hermanos—el otro y la puesta de sol—tiene el hábito del oro, pero no su materia; tiene el amarillo y la refulgencia. Mirabeau comienza por tercera o cuarta vez su vida, glorioso e impecune. En 1784 empeña, en el Monte de Piedad, «su» traje bordado de plata, con su casaca y pantalón y su casaca de paño con plata semiluto y encajes de invierno. Poco después contrae, juntamente con su madre, un préstamo usuario de 30.000 libras: otra insensatez. Y comienza de pronto una vida opulenta, con gran tren , carrozas, comidas y ningún orden económico. (Recuérdese César, recuérdese Wagner.) De una vez para siempre nació sensual y necesitaba las delicias como el pulmón necesita aire. Pero fíjese el lector. Este hombre ha pasado tres años en un calabozo de diez pies, sin delicia alguna. ¿Qué ha hecho su pulmón? ¿Ahogarse? Hemos visto la fabulosa actividad desarrollada durante ese encarcelamiento. ¿En qué quedamos, pues? La contradicción es sólo aparente. Un alma fuerte es fuerte en sus apetitos; necesita mucho muchas cosas; pero, a la vez, es fuerte para renunciar, para no necesitar cuando el caso forzoso llega.Entra en su vida madame de Nehra, una holandesita de diecisiete años, dulce y buena, que pondrá un poco de sentido común y de orden en la vida frenética de este hombre. Comienzan los años de viaje: Inglaterra, Alemania. Mirabeau estudia en el Continente. Se informa de la política y de la economía, de sus problemas inminentes, de sus posibilidades. Escribe sobre estas materias, sobre todo se ocupa de asuntos financieros; por ejemplo: sobre el Banco de España, llamado San Carlos. La resonancia de estas publicaciones es tan grande que en un momento llegó a influir en la balanza de la Bolsa continental. El Banco de San Carlos quiso comprar su pluma. Pero Mirabeau, que seguía siendo pobre, rehusó. Porque sus campañas desarrollaban una idea política y Mirabeau no estaba dispuesto a combatir su propia idea. Este hecho nos va a dar la clave de lo que se ha llamado su venalidad. Ya veremos la graciosa paradoja en que se resuelve esta gran acusación y que se puede anticipar y resumir diciendo: el venal Mirabeau es uno de los hombres que se han vendido menos, si se advierte que es uno de los hombres que más se ha querido comprar. El pusilánime, al hacer su cuenta al grande hombre, olvida siempre el otro factor, que es el esencial: su grande hombría.
En 1787 vuelve a Francia. La nación está encinta de grandes acontecimientos. Hay un desasosiego universal en la sociedad. Todos, los de arriba y los de abajo, presienten que es preciso hacer algo; pero nadie sabe qué. Mirabeau ve al punto, con indefectible seguridad, que su vida va a confundirse con la vida de Francia. Todo aquel privado frenesí de veinte años, toda aquella acumulación de saberes, de noticias, de proyectos, aquella energía, aquella capacidad de trabajo, aquella fruición en el conflicto, aquella voz de trompeta de postrimería, aquella fluencia verbal, va a insertarse en un punto de la historia.Mirabeau reclama la reunión de los Estados Generales para 1789. Su voz, de fuerza cósmica, de diabólico arcángel, anuncia el juicio final del antiguo Régimen. Tiene cuarenta años. Es un gigante obeso, con el rostro picado de viruelas.
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[5] Así dice Barthou en su biografía, pág. 66.


IV

Convocados los Estados Generales, Mirabeau busca en su Provenza natal electores. Va a Aix y a Marsella, donde se percata de las dimensiones que ha adquirido su popularidad. No obstante, sus congéneres los nobles de Provenza, con una hipersensibilidad de ayudas de cámara, quieren evitar la contaminación de su presencia y le excluyen del estado de noble. Mirabeau no se inmuta. Pocos días después se producen graves revueltas en Marsella, tan graves, que el Poder público se declara incapaz de reprimirlas, y entonces los nobles de Marsella recurren Mirabeau, el revolucionario excluido de sus rangos por sus «opiniones subversivas del orden público y atentatorias a la autoridad real». ¿Qué hará cuando se le pide que vaya a Marsella para corregir, contener y castigar al pueblo mismo que poco antes le aclamaba y cuya adhesión era su única fuerza? Mirabeau es el político por la gracia de Dios, el hombre del Estado nato, y no duda un momento. Va a Marsella y, sin perder un minuto, organiza a jóvenes burgueses y obreros en una milicia ciudadana que impone pronto el orden. Mirabeau permanece cuatro días seguidos sin dormir. Pacificada Marsella, brota la revuelta en Aix, y Mirabeau sale a galope, sin tomar descanso, hacia la villa de cuya nobleza ha sido borrado. Mirabeau será elegido representante del Tercer Estado por el departamento de Aix.
En la primera sesión de los Estados Generales se forma un vacío en torno al lugar donde Mirabeau ha tomado asiento. Es un apestado. Pocos días después es el conductor de aquel rebaño turbulento. Gracias a él, el trabajo parlamentario toma una dirección y un orden. Él mismo hará frente, con una capacidad de labor verdaderamente legendaria, a todos los asuntos. Para ello necesita sostener una oficina con numerosos secretarios. Pero Mirabeau sigue impecune. Ocupado en la cosa pública, mal puede atender a su privado presupuesto. Sin embargo, vive y mantiene su hueste de colaboradores y produce y crea. Es una obra de magia. La gente recelará subvenciones inconfesables y cada movimiento de su táctica política será atribuido a alguna simonía. Como nadie sabe nada concreto, se construye imaginariamente la historia de su venalidad. ¿No es el más rico y el más ambicioso hombre de Francia el duque de Orleáns? Mirabeau se ha vendido al duque de Orleáns. Pero he aquí que el conde de la Mark, testimonio irrecusable por su carácter y posición, nos dice que mientras se acusaba a Mirabeau de haberse vendido al arca más repleta de Francia, Mirabeau, tímidamente, iba pedirle prestado unos luises. Pero entiéndase bien: no rehusaba el oro de Orleáns por razones de virtud íntima. Mirabeau según su óptica moral, esta pulcra renuncia significaría una inmoralidad y una estupidez. No tenía derecho a entorpecer su acción pública por darse el gusto de mantener una pulcritud privada. No pidió dinero al duque de Orleáns porque este personaje le parecía incompatible con su política. La venalidad de Mirabeau—esto es lo esencial—fue siempre articulada con la trayectoria de su táctica política y no era más que un ingrediente de ésta.
La política de Mirabeau era una política clara. Tan clara, que el Continente no ha podido seguir durante todo un siglo otra política que la anticipada genialmente por él. Ahora bien: una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene al mundo para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta, sin contradicciones; pero los actos que inspira son confusos, imposibles, contradictorios. La política, en cambio, es clara en lo que hace, en lo que logra, y es contradictoria cuando se define. Recuérdese el dicho de Einstein a propósito de la geometría, que es un puro sistema de definiciones. «Las proposiciones matemáticas, en cuanto tiene que ver con la realidad, no son ciertas, y en cuanto que son ciertas, no tiene que ver con la realidad.» La física se parece mucho a la política, porque en ambas lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual.
La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad. El impulso de 1789 era la nueva burguesía y su credo racional; el freno era el pasado de Francia, resumido en la autoridad real. Con motivo de la Declaración de los Derechos, la magnífica definición abstracta en que fructifican dos siglos de razón pura, Mirabeau dijo: «No somos salvajes recién llegado de las riberas del Orinoco para formar una sociedad. Somos una nación vieja, tal vez demasiado vieja para nuestra época. Tenemos un Gobierno preexistente, prejuicios preexistentes. Es preciso, en lo posible, acomodar todas estas cosas a la Revolución y salvar la subitaneidad del tránsito.»
¡La subitaneidad del tránsito! ¡Admirable expresión, que condensa todo el método político y diferencia a este de la magia![6] El revolucionario es lo inverso de un político: porque al actuar obtiene lo contrario de lo que se propone. Toda revolución, inexorablemente—sea ella roja, sea blanca—, provoca una contrarrevolución. El político es el que se anticipa a este resultado y hace a la vez, por sí mismo, la revolución y la contrarrevolución.
La Revolución era la Asamblea, que Mirabeau dominaba. Necesitaba también dominar la Contra revolución, tenerla en su mano. Necesitaba el rey. De aquí su afán de penetrar en el Palacio. Pero los conservadores—rey, aristocracia—son también definidores, como los radicales, y sentían repulsión hacia Mirabeau. Es probable que los desastres subsiguientes se hubiesen evitado aceptando la idea simplicísima de Mirabeau: unión de Palacio y Asamblea en un Ministerio de representantes. Los radicales hicieron imposible esta decisión decretando la incompatibilidad del cargo de ministro con el de diputado.
Cegado este camino llano de llegar a Palacio, tuvo Mirabeau que tomar el tortuoso y secreto. Esta fue la famosa venta que de sí hizo el grande hombre. El sueldo que debía, por derecho histórico, por obligación superior, haber recibido como ministro, lo recibió como consejero privado. Con el dinero, lo primero que hizo este apasionado lector fue comprar la mejor biblioteca de Francia, la biblioteca de Buffon.
Poco después, el 2 de abril de 1791, Mirabeau moría por una inflamación del diafragma. Luego, vino el diluvio.
Si oteamos esta vida con mirada de psicólogo, veremos destacarse luminosamente ciertos rasgos constantes. Primero, la impulsividad. Para Mirabeau, vivir era responder inmediatamente con un acto a la excitación que del contorno recibía. Reflexiona después de hallarse fuera de sí, comprometido en la acción. En quien no es impulsivo, el pensamiento precede al acto; es decir: se hace cuestión del acto mismo, anticipándolo en forma de idea. Como las relaciones entre las ideas son muy complicadas, el no impulsivo, el reflexivo, decide casi siempre no actuar. Mirabeau no se hacía cuestión se sus actos sino después de hablarse en ellos, y su pensamiento atendió sólo a perfeccionar la ejecución. Segundo, el activismo. Consecuencia de la impulsividad es que se necesite constantemente la acción. Como Mirabeau decía de sí mismo, sólo podía vivir «una vida ejecutiva». Vivir, para él, no es pensar, sino hacer. ¿Qué? Lo que se pueda: raptar una dama, arreglar las salinas del Franco-Condado, ya que se está en la cárcel cerca de ellas; escribir farsas a la señorita Julia, atacar a los agiotistas, reprimir motines, organizar el Estado y, si no se puede otra cosa, copiar, copiar páginas de libros. Todo menos soñar; es decir, imaginar que se hace algo sin hacerlo. Almas así sienten profunda repugnancia a esa suplantación del acto que es su imagen o idea, su espectro.
Tenía veintiséis años cuando, encarcelado en el fuerte de Goux, escribió a su tío estas líneas: «Los tiempos se regeneran, la ambición es hoy permitida. Salvadme, os lo pido, de esta fermentación terrible en que me encuentro, que podría destruir el efecto producido sobre mí por las reflexiones y las desdichas. Hay hombres que es preciso ocupar. La actividad, que lo puede todo y sin la que nada se puede, tórnase turbulencia cuando carece de empleo y de objeto.»
Esta confesión revela hasta qué punto sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.
El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir y sólo cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta en su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos. La mujer, que es tan perspicaz en materia de secretos vitales, entrevé esta fiesta maravillosa que es el alma de un puro intelectual, esta constante diversión y feerie que acontece en una mente meditabunda. La entrevé, y por eso quiere asomarse más, abrir la cabeza del intelectual, como se abre una bombonera, y asistir al espectáculo secreto de las ideas danzarinas. Cuando no lo consigue se enfada y pide al Tetrarca, como Salomé, que le decapite, y es ella la que danza con la cabeza llena de danzas.
Hay, pues, dos clases de hombres, los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual es, en efecto, casi siempre un poco enfermo. En cambio, el político es—como Mirabeau, como César—, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta determinar si son debidas o indebidas. En el hombre normal el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar desde luego su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda es contemplaciones. En él lo primero es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.
No acusemos, pues, de inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una calidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la inevitable falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso—en el estoicismo—tuvo que elegir como norma suprema la epoché, la inacción.
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[6] También aquí se advierte la semejanza con la física. La gravedad de Newton es un resto de magia, porque actúa súbitamente, sin duración de tránsito. Toda la nueva física—la relativista—se propone evitar la subitaneidad del tránsito.


V

La vida de un grande hombre político cambia de aspecto en el momento en que empieza a actuar como hombre público. En el cauce de la publicidad, de dilatadas riberas, parece aquel torrente vital ganar sus propias dimensiones y con ello un curso de ritmo magnífico, fértil y majestuoso. Entonces el contemporáneo o el lector de la biografía de comienza a aplaudir; la entusiasma la audacia, la infatigabilidad, eficiencia de todos sus actos y gestos, la entereza inmutable con que aguanta el insulto y resiste el ataque, la presencia de espíritu con que gobierna su persona medio de la tempestad política. Pero este entusiasmo tardío es un poco vil: se alaba el fruto después de haber denigrado la semilla. El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía, sino que fue desde luego y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público; tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada. En Napoleón se nota menos esta dolorosa contradicción juvenil porque vive inscrito en el esquema de la disciplina militar, donde un rápido ascenso permitía la expansión graduada de su temple. Sin embargo, una breve demora en uno de estos ascensos produce en él tal depresión que resuelve, según comunicó a un íntimo, desertar del Ejército francés y pasar a Turquía a fin de fundar allí un reino. Este fundador de reinos imaginarios en Turquía era a la sazón un pobre oficial, de uniforme traspillado, de cuerpo enfermo, de rostro verdoso y agudo, como el de una fuina, si no recuerdo mal mancillado por una sarna tenaz. Lo normal es, sin embargo, que el cachorro de grande hombre político tenga una juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería. Así Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. La última Edad Media vio esto mejor que nosotros y creó un género literario aparte para cantar la prehistoria tumultuosa de los grandes hombres. Llamósele «mocedades»; así Les enfances Guillaume, «Las mocedades del Cid».
Todas esas excelencias que se revelan en al hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales—demoniacos, diría un antiguo—, no hay grande hombre político. La historia lo ve desde luego como estatua ecuestre, y así hace gran figura; pero en su juventud fue ya caballero a horcajadas sobre el aire y fue potro suelto sin caballero. Las piezas de la estatua ecuestre, antes de ajustarlas, son dos imágenes monstruosas.
Cabe no desear la existencia de grandes hombres y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.
La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la única. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinemnt sur place, y esto es el crepúsculo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento: ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Hora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.
Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendeos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquila prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia descubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen. Este es el máximum de acción que al intelectual corresponde: una acción que es, en rigor, una pasión. El hombre de pensamiento no puede, no debe aspirar a otra forma de heroísmo que al martirio. El mayor triunfo es el naufragio para este perpetuo navegante sobre Gólgotas de tres palos, como los bergantines.
Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servicio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. Esta mutua admiración de dos temperamento contrapuestos es simpática, como todo lujo generoso; pero se funda en un error. Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye éstos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición.
El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. Nada en el mundo tiene para él realidad comparable a esas cosas íntimas. Por lo mismo, las ve y las distingue con inevitable claridad. Sabe en cada instante lo que piensa y por qué lo piensa. La idea verdadera y a idea falsa acusan terriblemente ante la mirada interior sus contrarios perfiles. Es natural que mentir le suponga un enorme esfuerzo, porque tiene que negar lo innegable, tiene que cegar su propia evidencia, suplantar su realidad íntima por otra ficticia.
El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de fuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad. Falta ésta de atención y cultivo, anda desmedrada. Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior. No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos. Por esta razón—el fenómeno es muy curioso—no son interesante. Para convencerse de ello basta informarse del sumo juez en materia de hombres interesante: la mujer. ¿No es extraño que los grandes hombres políticos, al fin y al cabo grandes triunfadores de la vida, dueños del poder, de la riqueza, corporalmente destacados y aureolados nunca, nunca, valiosos triunfos sobre la mujer? Ni siquiera César puede ser considerado como una excepción.
El caso de Mirabeau confirma plenamente esta regla. Su sensibilidad le inducía sin descanso hacia la mujer. Su audacia y su rombo verbal le permitían cazar rápidamente la hembra predispuesta a ser cazada. Pero este tipo de cazador de mujeres no tiene nada que ver con el verdadero seductor. Son distintos ellos y son distintos los tipos de mujer sobre que actúan. Una cosa es conseguir favores de una mujer y otra absorber íntegramente su alma. La que es capaz de hacer favores suele ser incapaz de entregar su alma, y viceversa. Esta última es la mujer interesante, la que vive hermética, cerrada en su íntimo recato y que no puede conceder nada si no concede su vida entera. Salvo madame de Nehra, que era una niña, Mirabeau no conoció más que faldas, faldas, muchas faldas.
Esta carencia de vida interior da a la existencia privada del gran político un cariz de relativa vulgaridad, de basteza. Ni sus ideas ni sus gustos son precisos, originales, refinados. mirado desde la óptica de un intelectual, el hombre de acción vive en constante à peu près íntimo. Poco más o menos, le es todo igual, porque le parece irreal. Lo importante para él son los actos. Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscrito íntimamente a nada determinado. Las palabras, y dentro de ellas las ideas, son para él tan sólo instrumentos. De otro modo: él no es sus ideas; cuando las finge no se niega, porque él no consiste en ellas. Viceversa, no acertará a ver la realidad íntima de los demás; sólo percibirá de ellos su facción utilizable. «Yo no puedo excomulgar a nadie—decía Mirabeau. En verdad, todo me parece bien: los sucesos, los hombres, las cosas, las opiniones; todo tiene un asa, un agarradero.» La expresión es certera: el grande hombre político todo lo ve en forma de asa.
¡Bueno fuera que, obligado a resolver conflictos exteriores, llevase también en su interior conflictos! Por fortuna, existe lo que yo llamo un cutis de grande hombre, una piel de paquidermo humano, dura y sin poros, que impide la transmisión al interior de heridas desconcertantes. También habría incongruencia en exigir al político una epidermis de princesa de Westfalia o de monja clarisa.
Impulsividad, turbulencia, histrionismo, impresión pobreza e intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político. Es ilusorio querer lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes.
Pero claro está que no basta poseer éstos para ser un político de genio. Es preciso agregar el genio. Cuando éste falta aquellas potencias no producen más que un mascarón de proa. Nada, en efecto, es más fácil de aparentar que la grandeza política. A la postre, sin un intelectual no tiene ideas no logrará fingir, por lo menos fingir bien, su intelectualidad ausente. Pero el gran político y el que no lo es se presentan igualmente con el poder público en la mano. Su atuendo, su talle, son los mismo para las miradas torpes.
¿Qué signos diferencian en esta materia la autenticidad de la ficción? Algunos, algunos hay; pero es difícil describirlos e intentarlo excede mi pretensión.
Lo discreto, de todos modos, es no hacerse ilusiones, por lo mismo que en la política es tan fácil hacérselas. Yo, a ratos, logro convencerme de que soy un Napoleón porque, como ´´el, no tengo más que sesenta pulsaciones por minuto. La confusión en mi caso no es grave, porque soy tan sólo un escritor.

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